Las primeras veces que salí con mujeres, no podía agarrarles la mano cuando estábamos en público. Lo intenté, pero alguna de las dos siempre se ponía nerviosa de que nos fueran a ver feo, o peor, nos confrontaran y nos dijeran algo. Las muestras de afecto se limitaban a fiestas de amigos de confianza, mi casa, o cuando nos sentíamos más valientes, tomarnos la mano por debajo de la mesa muy discretamente.
Un día estaba en una de mis primeras citas con quien ahora es mi pareja y nos agarramos de la mano mientras hablábamos. Diez minutos después, se sentó a unos metros de nosotras un compañero de mi trabajo con quien no hablaba mucho. Le dije a mi pareja que lo conocía y su impulso fue preguntar que si nos soltábamos las manos. Contesté que no, que no importaba, y seguimos hablando aunque podía sentir que me latía más fuerte el corazón y me sudaban las manos.
Ese día me dio una emoción que siempre había sentido de forma hipotética al ver medios con personajes LGBTQ+. No era el hecho de tener una pareja, más bien el sentimiento de que mi existencia como mujer queer estaba bien y que era mi derecho celebrarla como quisiera.
Es un sentimiento que tuve con el final de «Sense8» la semana pasada, mientras lloraba sin control durante la boda de Nomi y Amanita y no podía evitar sonreír con la fiesta donde todo, por primera vez, parecía estar bien. También me pasó cuando una amiga del intercambio me invitó a una reunión en su departamento porque iba a estrenar en Youtube su corto «Infinite Rose». Dura menos de 5 minutos y trata sobre un primer beso entre los estantes de una biblioteca. Lo he vuelto a ver muchísimas veces porque me hace feliz que una historia tan ordinaria tenga ese mismo tinte de felicidad absoluta.
Batallo mucho para describirlo porque incluye muchas cosas: es libertad de ser, de encontrar una comunidad, de dar y recibir amor en diferentes formas. La forma más fácil de resumirlo es llamarlo alegría queer.
Quise hablar de esto porque es el Mes del Orgullo y me encanta que todo se convierta en una fiesta y haya arcoíris por todos lados (aunque se trate de marcas queriendo lucrar de nosotres un mes al año). Pero la alegría queer no se limita a este mes o a las marchas cuyo propósito es resaltar que existimos, aunque son bonitas y muy necesarias. Este sentimiento es algo que se extiende a convertirse en pequeñas celebraciones del día a día.
Para mi esa alegría es lo que llega cuando lo más importante no es especificar que no soy heterosexual, cuando no me trabo al presentar a mi pareja, y cuando las historias de les personajes con les que me puedo identificar no se tratan exclusivamente sobre sus problemas por ser queer.
Puede ser algo utópico porque todavía estamos luchando todos los días contra discriminación y violencia en diferentes niveles. Pero también me ilusiona pensar en una realidad donde lo más relevante de nuestras historias no sea que son felices a pesar de que somos queer, sino que son felices porque somos queer.
Hace unas semanas estaba con mi pareja en un restaurante platicando, con nuestras manos agarradas casualmente por encima de la mesa. Un hombre se nos acercó y dijo «disculpen». Hubo una pausa incómoda en la que nos quedamos viéndolo, ambas pensando nos va a decir algo por lesbianas. Hizo contacto visual brevemente y preguntó si estábamos usando la otra silla en la mesa. Le dijimos que no, la tomó y se fue. Nos reímos, algo nerviosas por ese breve momento de miedo a que nos fuera a decir algo.
En ningún momento solté su mano.
Nota: «Queer» es un término general para las minorías sexuales y de género. Aunque es muy americano, lo utilizo porque me gusta que es una alternativa amplia para englobar a las personas LGBTQ+.
Fotografía del corto «Infinite Rose» de Rebecca Shoptaw.