Hoy les quiero hablar de un tema bien conocido pero que por algún (autoindulgente) motivo, no queremos terminar de entender: el privilegio.
La primera experiencia en la que este consabido concepto me saltó a la cara dejándome perpleja e incómoda fue hace 8 años, cuando estaba a punto de graduarme de secundaria. Yo estudié en primaria y secundaria públicas porque, simplemente, la educación privada de calidad en nuestro país no es accesible para las mayorías.
A pesar de sus múltiples carencias materiales y su muy cuestionable nivel académico, mi secundaria era considerada una de las mejores del Estado. Es por esto que el Tecnológico de Monterrey ofrecía a quien obtuviera el primer lugar de cada generación una beca de excelencia académica para cualquiera de sus preparatorias. Pero mi papá es maestro del Tec desde hace muchos años, así que no importaba qué promedio ni lugar obtuviera, yo tenía asegurada una beca en la universidad privada más prestigiosa del país por el simple hecho de ser su hija.
Haciendo caso omiso de esta realidad y dando muestras de una increíble imbecilidad, di mi máximo esfuerzo y conseguí el primer lugar de mi generación. Esto a pesar de que era un amigo, igualmente inteligente y capaz, el que sostenía el segundo lugar y estaba a insignificantes décimas de igualar mi promedio. Esto a pesar de que yo sabía que si me llegaba a adueñar del primer lugar, la beca de excelencia académica se desperdiciaría porque yo ya tenía la de mi papá.
Fue a partir de ese momento en que dos ideas comenzaron a tomar forma y peso en mi cabeza: el sistema nos empuja a competir y, en la inmensa mayoría de las veces, esta competencia no es justa.
La primera idea es simple, hemos crecido con ella y la aceptamos como el orden natural de las cosas. En el sistema neoliberal en el que estamos inmersos todos tenemos la libertad y, paradójicamente, la obligación moral de esforzarnos por lograr nuestras metas sin importar a quién nos llevemos de encuentro. El problema radica en que esta consigna, que se disfraza convenientemente de superación y éxito personal, nos hace cortos de miras y promueve la competencia como el camino óptimo para nuestro crecimiento. En lugar de cuestionar el por qué las oportunidades para sentirnos realizados son tan limitadas y difíciles de conseguir, nos enredamos en este juego y nos hacemos torpes e insensibles para desarrollar habilidades tan valiosas como la cooperación, la sororidad y la empatía.
Pero es la segunda idea, la de la injusticia de esta inacabable competencia, de la que me quiero ocupar ahora. Me valgo de ejemplo en esta ocasión del privilegio que he encontrado en mi desarrollo educativo no sólo porque me sea el más cercano, sino por el básico hecho de que en este país difícilmente puedes acceder a un adecuado estilo de vida si no obtienes la educación necesaria.
La competencia es injusta, y es tal de maneras tan variadas como nos podamos imaginar. La manifestación más reconocida del privilegio se da en el ámbito económico: el dinero te abre mil puertas y eso todos lo sabemos. Si naciste en una familia con un nivel socioeconómico medio alto o alto lo más probable es que opten por cubrir la colegiatura de una escuela privada y conseguirte una formación más integral y de mejor calidad. Esto inmediatamente te permitirá desarrollar diversas habilidades académicas y no académicas, pero además, te conectará con personas de tu misma posición socioeconómica que muy probablemente en el futuro te podrán facilitar el acceso a oportunidades de formación laboral, educativa o incluso personal que te ayudarán a seguir en el “buen camino” hacia el éxito.
Pero no todo radica en lo económico. Volviendo a mi ejemplo personal, podemos pensar que yo gané en una libre competencia y tenía todo el derecho a esa preciada beca en el Tec de Monterrey. Sin embargo, sería miope e irresponsable de mi parte creer que esto fue todo gracias a mi puro y excepcional intelecto. Nací con ciertas habilidades intelectuales que mis padres, por su fe en la educación y su amor hacia mí, me impulsaron desde pequeña a desarrollar. No padezco de ninguna enfermedad mental ni física que me haya impedido enfocar mis esfuerzos completamente a mi educación y formación personal. Y desde siempre, he dispuesto completamente de mi tiempo para hacer con él lo que me plazca, sin tener que ocuparme de nadie ni nada más.
En resumen, soy producto de un sinfín de condiciones sociales, económicas, y hasta médicas que me han permitido lograr los objetivos que me he propuesto a lo largo de mi vida. Porque la voluntad te puede llevar muy lejos, pero el dinero, la salud, contar con una red de apoyo sólida o poseer ciertas habilidades naturales te darán una ventaja importantísima para llegar hasta ahí.
No escribo esto con el fin de generar culpa ni resentimiento en quien lo lea y se identifique en cualquier grado, sino la humildad y la capacidad de autocrítica para aceptar que hemos llegado a donde sea que estemos parados sí por algo de mérito propio, pero también por contar con mayores o menores privilegios a lo largo del camino. Escribo esto también para que, poco a poco, podamos ir cambiando el enfoque y nos preocupemos menos por llegar más lejos a costa de los otros, y más por crear las condiciones necesarias para que tanto el punto de partida como el camino sean más parejos para todos los que transitamos por él.