A finales del año pasado, The New York Times publicó algo sin precedentes que sacudió a toda la industria del cine y que cambiaría para siempre nuestras conversaciones sobre violencia de género y abusos de poder. Afirmaba que Harvey Weinstein, uno de los productores con mayor poder e influencia, había acosado y abusado sexualmente de mujeres por décadas: muchas veces con la promesa falsa de un papel estelar en alguna de sus películas, otras veces por el simple hecho de que tenía suficiente el poder para hacer lo que que se le diera la gana sin consecuencia alguna.
Como bien está documentado y como sucedió más de una vez, si llegabas a negarte podías enfrentarte a que usara esa misma influencia que tenía para evitar que alguien más te contratara y terminabas diciéndole adiós a tu carrera, algo que tristemente nos puede sonar bastante familiar.
Lo que pasó el año pasado fue solo la punta del iceberg que detonó algo que no sé si pudimos ver venir—o al menos yo no, la verdad. Weinstein no cayó solo, y en muy poco tiempo había otros actores quienes antes eran respetados y amados por audiencias o fans por igual ahora enfrentaban acusaciones en su contra. Aunque no tuvieron consecuencias legales, les costaron en muchos casos sus carreras.
Esto no tardó en repetirse en otras industrias y a nivel local no fue diferente. Surgieron plataformas aquí en Monterrey como Acoso En La U, sitio web donde están expuestos casos de abuso por parte de maestros de varias universidades a nivel local, y Machos Expuestos, cuenta de Instagram descrita como un »lugar de justicia social cibernética» para denunciar públicamente a tu agresor.
Las dos plataformas han sido vistas como no más que un intento de manchar la reputación de quienes son expuestos ahí, pero en un contexto en donde muy pocas veces las acusaciones llegan a un nivel judicial, y en un mundo donde virtualmente no hay rendición de cuentas ante casos así, las intenciones se pueden ver justificadas. Por todos lados por donde lo vemos, el efecto Weinstein es el mismo y el mensaje está bien en claro. Lo que por mucho tiempo fueron secretos a voces se están convirtiendo en testimonios públicos y las personas que alguna vez fueron víctimas de la violencia y que fueron silenciadas por miedo a las consecuencias de alzar la voz ya no se van a quedar calladas.
No es difícil entender que la violencia de género no son casos aislados, lo cabrón está en darse cuenta que muchas veces quienes perpetúan la violencia ni siquiera tienen que ser personas famosas o desconectadas de nuestro entorno. Porque si bien sí pueden ser desconocidos, muchas veces terminan siendo nuestros amigos o nuestros hermanos y hasta nuestras mismas parejas o ex parejas.
Los agresores viven entre nosotres: son maestros, son DJs o personas de la escena, son nuestros compas del trabajo, tienen familia y son queridos por alguien más. No son monstruos sin rostro que salen de noche a atacar personas indefensas, son tu amigo Lalo que sólo busca salir con chavas menores de edad, o Rubén que cuando está borracho no puede aceptar un no por respuesta o Manuel que comparte contenido feminista pero que a puertas cerradas le dice puta a su novia por hablar con otros hombres. Humanizar a nuestros agresores no es minimizar la violencia que ejercen, pero es necesario para entender que tan arraigado tenemos el problema y sobre todo cómo podemos eliminarlo.
¿A qué viene todo esto con los espacios seguros? Como mecanismo de defensa han surgido a través de los años y en diferentes contextos espacios que tienen la finalidad de ser, por definición, un lugar libre de violencia y/o discriminación, donde al menos por un rato puedas existir sin tener que preocuparte por protegerte ante algo que atente contra tu integridad. Pero, ¿qué ocurre cuando los agresores se filtran en estos mismos espacios? Podemos alegar que el quemar a alguien o el famoso «escrache social» puede ser una solución temporal, pero yo lo veo más como ponerle un curita a una pierna que se te está a punto de caer, es querer solucionar de manera individual un problema sistémico del cual todas las personas somos parte.
Al final del día, por ejemplo, nadie niega que cuando un fotógrafo que abusa de su posición de pseudo artista para acosar y abusar de mujeres en nombre del arte está mal y no debato que es necesario removerlo de un espacio que promueva un ambiente libre de violencia ¿pero qué onda con sus amigos, o cualquier persona que alguna vez se enteró y que no hizo nada al respecto? ¿o qué pasa con el lugar que lo contrata para exponer su trabajo sin informarse y/o preguntar acerca de su reputación entre la gente? Los espacios seguros pueden ofrecer un alivio temporal ante el contexto horrible en el que vivimos pero si no atacamos el machismo que tanto nos persigue y mientras sigamos celebrando a los hombres que llegaron al éxito a costa de muchas mujeres, y que muchas veces pueden llegar a ser amigos nuestros, nunca podremos realmente vivir libres de violencia.
Ya es hora de la autocrítica y análisis, de fijarnos a nuestro alrededor y ver a quienes seguimos y por qué; preguntarnos acerca de nuestras amistades o nuestras relaciones de trabajo y de ver a quienes les damos preferencia o plataforma. Porque sin darnos cuenta estamos quitándole visibilidad a otros proyectos igual de buenos, pero menos problemáticos.
Tenemos que abrir espacio para deconstruirnos y cuestionarnos a nosotres mismes, porque lavarse las manos y decir que algo no nos afecta directamente es hacer vista ciega de la violencia que sigue viva día con día. Aunque eliminar el machismo que tanto tiempo llevamos arraigado es trabajo de todes en teoría, la mera verdad, suficiente trabajo de labor emocional tienen las personas que han sufrido violencia para ser también las responsables de la rehabilitación social de quienes las violentaron. Las conversaciones se tienen que abrir y las rendiciones de cuentas tienen que llegar, pero todes tenemos que poner de nuestra parte y dejar de hacer oídos sordos a los ambientes tóxicos que nosotres mismes generamos. Es necesario porque cuesta decirlo y más escucharlo: ya nos cansamos de ser el daño colateral de su tibieza.
Ilustración en portada por María María Acha-Kutscher para su serie »INDIGNADAS»