Nunca ha sido mi fuerte procesar los finales. Prepararme para cerrar cualquier ciclo es un proceso que me toma aproximadamente el mismo tiempo que va a durar el ciclo en sí, o puesto en otras palabras, antes de que se acaben las cosas yo ya estoy sufriendo por el inevitable desenlace.* En mi esfuerzo por corregir esta manía y vivir más en el presente, descubrí que hacer listas y gráficas me ayuda a poner mis pensamientos en orden y cumple con uno de dos objetivos: regresar al ahora o darle claridad a lo que estoy sintiendo.
En honor a que para la mayoría de nosotres** el tiempo que entendemos como verano está justamente acabando, me pareció prudente compartir algunos de los productos de mi proceso mental relacionados a un mal anual: la nostalgia veraniega.
Cabe hacer la aclaración de que en general, tiendo a ser una persona muy ambiciosa (por no decir ingenua) respecto a la cantidad de cosas que pueden lograrse en una cantidad de tiempo determinado, sin embargo esta cualidad se presenta de manera exponencial durante estos meses del año. Cuando era más morra, me sentaba las primeras semanas a hacer una bucket list del verano, pero el tener un recordatorio tangible de mi fracaso terminó por parecerme insportable y ahora solo mantengo esa lista de manera mental, para que así cuando no se cumpla, pueda desecharla más fácil.
El problema con los planes no concretados no es tanto el que no se concreten en sí, mi incomodidad viene más bien de lo imposible que me resulta encontrar en qué gasté mi tiempo si no fue en palomear ítems de la lista. Con esto en mente, discutamos la figura 2.
No me queda claro si es un producto residual de ser millenial, estudiar en la institución, o de vivir en un estado cuyo lema es «El trabajo templa el espíritu»***, pero el asunto es que no sé estar agusto si no estoy haciendo nada. Notése que la nada en esta definición es cualquier algo cuyo producto no percibamos que aporte algo valioso al mundo o a nosotres. Este histograma también puede leerse como una línea de tiempo del cambio de definición de este concepto: conforme he ido creciendo, las actividades a las que antes les encontraba valor por el simple hecho de que me causaban placer, que me ponían feliz, se convirtieron en «pérdidas de tiempo». Aunque estoy consciente de que no estoy en posición de entregarme al hedonismo y dejar ir todos esos algos productivos, también hay mérito en comprender e internalizar que un día de hacer nada (especialmente en una temporada donde mi agenda no está tupida de actividades) es válido y hasta saludable.
Existen dos tipos de personas en el mundo: las que acaban un libro a pesar de que no les esté gustando y las que se permiten abandonar la misión. Usualmente yo pertenezco al segundo grupo pero en verano, a lo mejor en mi búsqueda de pseudoproductividad, me obligo a terminar lo que sea que haya empezado. Los resultados han sido variados, pero hay libros que han sido trascendentales para mí y que no lo hubieran sido si alguna brisa de sabiduría cósmica no me hubiese llevado a abrirlos justo en junio o julio. Se ha convertido en uno de mis rituales favoritos y en otra añoranza post-verano, pero también representa esperanza para la pila de libros descartados que se acumula al costado de mi cama.
Si este hubiera sido otro verano más en mi vida, probablemente no incluiría esto como algo relevante. Pero no es cualquier otro. Es oficialmente mi último verano en el que estuve libre de actividad obligatoria, llámese escuela o trabajo. Decidí trabajar, sí, pero fue eso, una decisión. Mis meses de verano podrían haber sido nada más míos si hubiese querido. A partir del próximo año mis veranos ya no van a ser solamente míos, porque entonces se los voy a deber a algún corporativo.
El final del verano siempre me pone nostálgica, casi siempre por las cosas que hice y las que no, la gente a la que vi, los lugares en los que estuve. Pero más allá de eso me hace extrañar la simplicidad de las cosas, lo que significaba jugar en la playa cuando tenía seis y lo que significa ahora comer fresas en el parque de enfrente de mi casa. Son eventos totalmente banales, pero que probablemente no vaya a disfrutar otra vez pronto. Y la clausura de estos últimos meses, en específico, me recuerdan que dentro de un año todo va a ser completamente distinto, de una manera que nunca había sido antes en mi vida.
Los finales me ponen triste, pero los finales del verano tienen algo que me deja sintiéndome pegajosa, letárgica, desmotivada. Son, para mí, un recordatorio de que el tiempo pasa, y pasa rápido, y no nos queda más que lidiar con ello; dígase en gráficas, en poemas, en artículos.
*Aplicable a relaciones, experiencias, amistades, platillos de comida, etc.
** Esto es más claro para los que aún estudiamos, aunque creo que esos años de escuela no nos sueltan nunca y, en el pensamiento colectivo, percibimos el inicio de clases como el final del verano, a pesar de no ser quien acude al salón de clases.
*** Este realmente es el lema neolonés, búsquenlo.