Carta de amor a la comida

Tengo memoria selectiva: mi cerebro decide qué se queda y qué es basura, como si fuera mi mamá juzgando mis tenis. Ignorando el hecho de que probablemente se deba a algún trauma que tengo por ahí, recordar eventos, personas o sentimientos me cuesta trabajo. ¿Qué hago cuando me preguntan por mi familia, mis experiencias o mi pasado? Trato de recordar qué comí.

Huevo

Hay aproximadamente tres millones de platillos que se pueden preparar con huevo. Es lo que mi mamá me dio de desayunar infinitas veces antes de irme a la escuela, lo que ella y mis tías le ponen encima al arroz rojo, lo que me trató de enseñar a cocinar cuando le pedí que me hiciera un omelette de jamón y queso, lo que le ponía de proteína a las ensaladas cuando me puse a dieta, el primer platillo «regio» que se incorporó a nuestra cocina familiar (gracias, machacado). Ha tenido miles de roles en mi vida, pero el más importante ha sido el de mediador. Mi mamá (o mi papá, quién sabe) tiene una regla: no comas huevo enojada. No sé de dónde salió, ni sé si era una metáfora extraña que nunca entendí, pero sí sé que se usó miles de veces para apaciguar mi furia adolescente.

La relación con mi mamá ha sido complicada en muchos momentos, pero la cotidianidad de desayunar juntas de vez en cuando ha sido uno de los amarres que la sostienen; nos ha obligado a resolver los conflictos hablando y dándonos permiso de respetar nuestros espacios. Cada que voy a desayunar con cualquier persona, pienso primero en mi mamá. Comer huevo es y siempre va a ser como estar con ella: un ritual transparente de amor incondicional bañado de franqueza.

Hoy nunca me atrevo a comer huevo enojada; es un ritual mío -de mi familia- que he aprendido a compartir con quienes más quiero. El desayuno se respeta y se dedica, yo muchos de ellos se los dedico a mi mamá.

Caldo de pollo

Cuando comencé a vivir sola, una de las pruebas que sabía tenía que superar era hacerme mi propio caldito de pollo, que quedara digno de quitarme la peor gripa de mi vida. En mi intercambio ya lo había intentado y la experiencia fue horrible: no sé si fue el pollo polaco o la poca variedad que había de verduras, pero mi caldo terminó siendo agua de papa con tantito pollo hervido.

Esta vez no podía fracasar, preparé mi video tutorial (para quienes andan batallando, recomiendo completamente este canal) y mi lista del súper y me aventuré a ir al HEB a comprar todo lo necesario, sin usar bolsas de plástico en el intento. Me tardé una hora comprando y seis haciendo el caldo. Seguí todas las instrucciones al pie de la letra, usé muchísimas verduras que odiaba (ahora ya me gustan) y me preparé para recibir a Mariel que iba a venir a cenar.

Estaba nerviosa y cansada, había muchas cosas que podían salir mal y además me estaba muriendo de calor. Lo iba probando mientras lo preparaba pero esta era la primera vez que todos los componentes estaban juntos en el platito. Le exprimimos medio limón y decidimos que yo lo probaría primero. Estaba increíble. No sabía al caldo de mi mamá pero me hizo comprender lo complejo que es hacer un buen caldo de pollo, lo difícil que es hacer que no sepa solamente a pollo hervido, y lo relevante que son los gustos de las personas que quieres a la hora de cocinar. Principalmente, aprendí lo satisfactorio que es saberte capaz de preparar un platillo que tiene una forma de hacerte sentir bien que antes le pertenecía a alguien más.

Nunca voy a preparar un caldo como el de mi mamá, pero cuando la extrañe, cuando me enferme o cuando simplemente lo necesite, sé que puedo preparar el mío.

Nutella a la Da Vinci

Este platillo gourmet lo inventamos mi hermano y yo en el evento más payaso que ha ocurrido en nuestras vidas: mis papás nos dejaron solos un ratito y decidimos inventar el mejor postre del mundo y ver películas. Para prepararlo, se pone una bola de helado de chocolate en un tazón, se espolvorea de chocolate granulado y de chispitas de chocolate, seguido de tres cucharadas de Nutella, tantita crema batida y mucho jarabe de chocolate para decorarlo. Claro que no nos lo terminamos –y probablemente José vomitó ese día– pero se los juro que a partir de entonces nos empezamos a llevar bien. Se terminaron las peleas por el asiento de enmedio en los viajes eternos de carretera y ya no nos perseguíamos por la casa gritándonos groserías.

Esta aberración en un plato es una de las razones por las que logramos construir una relación excelente basada en querernos mucho sin importar las pendejadas que hagamos. Nos corregimos,  nos avisamos cuando vamos por mal camino porque sabemos reconocer cuando alguno de los dos está perdido y somos mediadores con nuestros papás cuando vemos conflicto. Lo que la Nutella a la Da Vinci juntó, no lo separa ni Dios.

Peneques

No muchas personas los conocen, pero gracias a ellos aprendí dos cosas bien importantes: que el epazote es lo mejor que le ha pasado a este planeta y que soy alérgica al jitomate.

También aprendí que mi abuelita tiene el talento de hacer que el amor tenga sabor. Aún cuando empezó a perder la vista, bastaba un «Abue, ¿cómo se preparan los peneques?» para que empezara a preparar el caldillo. Hace algunos años me fui a México a quedar en casa de mi abuelita como una semana; libre de distracciones (mi hermano), fui la nieta consentida todos los días y me tocó compartir muchísimas comidas con ella. No he vuelto a comer igual. Sigo persiguiendo esas versiones de los peneques, el queso doble crema, del mixiote, de las papas y de muchas otras cosas sabiendo que nunca las voy a encontrar porque viven en ese momento del tiempo y, como el amor que nos tenemos, sólo nos pertenecen a nosotras.

Barbacoa

Mi vida familiar ha estado siempre en dos lugares: aquí y allá. Aquí siempre es Monterrey, pero allá puede significar México, Querétaro o Tecozautla, y nuestra forma de oscilar entre aquí y allá ha sido, en su mayoría, por carretera con mi papá. No existe en mi memoria una vez que haya comido barbacoa de allá que no haya sido con él. La peor cruda de mi vida me la quitó un desayuno en Palmillas con mi mamá y mi papá viendo como, mi hermano y yo, nos comíamos nuestro peso en consomé y taquitos aunque muy apenas podíamos estar de pie.

La última vez que comí barbacoa fue en el rancho y la compartimos con cuatro perritos que quiero mucho. La mejor barbacoa de la vida siempre llega en su camioneta con mi papá dispuesto a comerla con nosotres aunque haya estado siete horas manejando de regreso. Siempre me han dicho que me parezco más a mi mamá en forma, pero yo sé que mi papá y yo somos idéntiques en fondo: funcionamos igual y nos entendemos a la perfección. Mi papá es la única persona a quien no le tengo que explicar lo que hay detrás de todos mis razonamientos porque sé que confía en mí plenamente. Sé que tiendo a escribir como hablo pero espero que no se me corten las palabras como se me corta la voz cada que digo que la única barbacoa real es la de allá, no porque la de aquí sea mala, sino por que la de allá es la de mi papá.

Comer barbacoa implica, inevitablemente, pensar en él o compartirla con él. Nunca va a llegar el día en el que esté lista para depender de mí misma para conseguir la barbacoa de allá, ni quiero pensar en cuando tenga que hacerlo. Por mientras, lo único que pido es que cada taquito y cada consomé que comparta con mi papá me duren cien años.

Danae escribió hace tiempo sobre cocinar, yo hoy les escribí sobre comer. Mi único propósito es que encontremos lo que consideramos más valioso de este lado de la comida. Para mí, es el poder que tiene de hacerme recordar. Para otras personas, es lo bien que las hace sentir. Para algunas más, es la capacidad de compartir un ratito con quienes de otro modo no podríamos sentir cerca. Démonos permiso de reflexionar sobre lo que significa y el rol que le queremos dar.

Yo pensé que a mí sólo me gustaba comer, pero así como me gusta recordar quisiera que me recuerden. Si algún día me han cocinado algo: de todo corazón, gracias. Prometo guardar su recuerdo y cocinarles para que me recuerden a mí. 

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