La cotidianidad es una cosa muy chistosa, porque hace que no te des cuenta de cosas que te harían navegar el mundo y la vida diferente, hasta que inevitablemente llega el día que todo te llega de putazo como si te hubieran dado un balonazo jugando fútbol.
Cuando estaba en propedéuticos, en los días previos a entrar oficialmente a la carrera, nos pidieron como actividad dibujar de memoria la planta de nuestra casa. Al final de la actividad tenían que pasar tres personas al frente del salón para explicarla y hablar sobre nuestro espacio favorito, para entender la relación entre la percepción del espacio y la memoria (o algo así). Como técnicamente antes ya había estudiado parte de la carrera, no fue sorpresa que me tocó a mí pasar a explicar lo que dibujé.
Iba todo bien hasta que me tocó hablar sobre mi espacio favorito. La mayoría de las personas hablaron sobre su cuarto, pero como al menos yo nunca lo he sentido como algo que sea realmente mío, en su lugar hablé sobre lo mucho que me gustaba el patio: por la combinación de luz natural, paredes amarillas vibrantes y plantas de muchas colores que lo adornaban a todas horas del día.
El putazo mencionado llegó cuando empecé a hablar también sobre lo que antes fue el estudio, que estaba a un lado del patio, pero que pasó a ser el cuarto de mi abuelita. Antes dormía arriba, pero llegó el día en que las escaleras empezaron a ser más enemigas que amigas y se volvió muy difícil para ella tener que subirlas todos los días. Al darme cuenta de lo que estaba diciendo en voz alta, para mi mala suerte (y de las otras sesenta personas conmigo en el salón), el balonazo emocional me dio directo en la cara. Entendí que, aunque era más que obvio, yo nomás no me quería dar cuenta de que mi abuelita estaba envejeciendo delante de mis ojos y eventualmente un día me va a dejar. El pánico entró y pasé a ser un mar de lágrimas rodeada de gente que no sabía qué hacer conmigo. Aunque terminé saliéndome del salón y después de un rato me sentí mejor, el sentimiento que encontré ese día no se ha ido realmente.
Mi abuelita lleva noventa y cuatro años caminando en esta tierra, veintitres de esos los hemos caminado juntas. Nació en 1924 con el nombre de Eliza Castro Mayorga, en una época que suena muy lejos, ya hace casi cien años: cuando el trabajo asalariado era de tres pesos a la quincena y donde para poder estudiar tenías que caminar seis kilómetros para llegar a la escuela. Mi abue nació cerca de la playa de Tampico en una casa que hace mucho tiempo dejó de existir. Su papá la registró meses después de que nació, por esto tiene dos cumpleaños al año: uno en abril—que desde hace mucho nos dijo que es el real—y otro en noviembre, cuando su papá la registró. Mi abuelita no come mariscos aunque creció al lado del mar y dice que no le duele nada todavía porque antes comían pura manteca de puerco, masa y frijoles.
A mi abuelita le gusta tener el pelo morado y hacerse chinos cada dos meses porque no le gusta verse con el cabello lacio. Le gusta usar batas bordadas con colores igual de bonitos que ella y salir todos los martes con sus amigas. Mi abuelita tiene fotos de todos sus nietes a lado de la cama y siempre esta al pendiente del calendario para que no se le pase felicitar a nadie en su cumpleaños.
A mi abuelita le gusta comer pan con café en la mañana y ver la telenovela de las cinco. Le gusta que le consiga telas nuevas para bordar, las transforma en carpetas que me regala cada semana; yo las guardo como si fueran más valiosas que mil diamantes, dice que un día tendré mi propia casa y que tengo que hacer que se vea bonita. Mi abuelita me enseñó el amor por la cocina y, desde que aprendí, me gusta hacer cosas nuevas para que ella pueda probarlas y que nunca se quede con ganas de nada.
Mi abuelita siempre ha dicho que va a vivir más de cien años, tal vez por eso a veces se me olvida que al mismo tiempo que yo estoy creciendo, mi abuelita está envejeciendo. Pero son los días que veo más fijamente su carita y que me doy cuenta que cada vez está más arrugadita, o cuando veo que le tengo que repetir algo para que me escuche, o cuando no se acuerda de las cosas que le dije hace unos minutos, que hacen que me quiebre tantito por dentro.
Mi abue ha sido siempre una parte tan importante de mi vida que me duele mucho pensar que un día todo va a cambiar. El mundo se mueve sin compasión y a veces quisiera detener el tiempo y regresar a cuando podía pasar todo el día con ella. Cuando el futuro todavía era incierto y lo único que había por hacer era ir a la escuela y regresar a ver cómo hacía el arroz y los nopales que no se comía conmigo porque no le gustaban, pero que decía que era muy importante que yo sí lo hiciera, para después sentarnos juntas a ver una película y esperar a que llegaran mis papás.
Quisiera pedirle que se quede por siempre, aunque sé que es pedir algo imposible. Me aterra pensar en el día en que despierte a bajar a saludarla y ver que ya no esté sentada en su sillón terminando una costura o viendo su novela favorita mientras me platica una de sus tantas historias que siempre me cuenta. Un día su cama se va a quedar vacía y su lugar en la mesa no volverá a ser ocupado otra vez. Sus cosas se van a quedar sin usar un día, las fotos y mi memoria van a ser lo único que me quede de ella.
La verdad ni siquiera lo puedo pensar por más de cinco minutos sin ponerme a chillar, porque me cae el veinte que el día que se vaya, un pedacito de mi corazón se irá con ella. Porque nomás no se puede de verdad querer tanto a alguien y quedarse intacto después de que se van.
Todos los días mi abue me cuenta historias que a veces no sé si se da cuenta que ya me ha platicado muchas veces, pero me gusta pensar que lo hace porque no quiere que las olvide. »Cada cana es una historia», me decía siempre. Y aunque un día se va a ir, todo lo que alguna vez me contó, las recetas que me enseñó y todo lo que pasamos juntas se va a quedar conmigo, en mi memoria y mis recuerdos, hasta el día que me toque a mí irme de aquí también.
De verdad que tu relato es tan significativo por la carga emocional q contiene.Esos tesoros q nos acompañan en nuestra vida, llamados abuelos, nos dejan grandes herencias.Entre ellas, el amor a la vida, y tantos valores, con los cuales vivimos día a día.Qué agortumada eres, Mariel Quiero mucho a tu mamá, pues fuímos compañeras en la Primaria y Secundaria.Nos vimos en julio en Tampico en mi festejo de 60 años.Una gran amiga
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