Antes de esta semana tenía la palabra empatía en muy baja estima y sobre solidaridad sólo concebía que era el nombre de una colonia en San Luis Potosí, pero esta semana comencé a entender un poco más la importancia de la solidaridad y su significado para tomar acción frente a problemas sociales, económicos e, incluso, interpersonales.
Mi definición favorita de la solidaridad es dada por Pedro Casaldáliga: “La solidaridad es la ternura de los pueblos”. En un México que continuamente avanza a costa del otre, donde el sistema está construido para seguir oprimiendo a les más rezagades, nos encontramos con que cada vez hay más personas que abren los ojos al dolor de aquellos a quienes, inconscientemente, oprimen.
Otra razón por la cual me encanta el concepto de solidaridad es porque inherentemente habla de reciprocidad con la otredad, la conexión entre dos entes que son recíprocos y que viven un encuentro, se miran y sienten por el otre. La empatía nunca me encantó porque supone vivir en los zapatos de la otredad desde contextos completamente distintos; un ejercicio así entre alguien con privilegio y alguien en marginalización sólo resulta en la imposición de une misme y sufrir bajo la premisa “podría ser yo”, pero ese podría es demasiado lejano como para generar algún cambio real e impacto duradero. Sin embargo, la solidaridad requiere del reconocimiento del otre, de entender que la conexión con nuestre prójime empieza donde termina el yo y empieza el tú. Esta solidaridad nos lleva a un encuentro que transforma y que realmente deja una marca en quien la vive y la encuentra. Su punto clave es la humanidad de quienes la ejercen y entender que lo único que todes tenemos en común es que somos diferentes, y eso no tiene por qué alejarnos, sino hacernos encontrar maneras de convergencia efectiva.
Piénsenlo así: todo privilegio se obtiene a costa de una opresión. Desde las sweat shops, pasando por los desechos de metales pesados en las aguas de río, única fuente de agua “potable” para comunidades indígenas en Chiapas, llegando hasta la explotación de la mano de obra infantil para la recolección del ámbar. Mucho de nuestro consumo en este sistema capitalista individualista tiene sus bases en la opresión de aquél que no cuenta con las mismas oportunidades del consumidor.
Buscando una alternativa para evitar la explotación surge la economía solidaria, la cual busca encontrar un modelo que funcione más efectivamente y cuya última meta no sea lucrar, sino construir una manera para crecer equitativamente. La solidaridad, entonces, se materializa en estos tipos de modelos donde se busca el desarrollo de quienes la conforman y se fija un precio justo a los bienes, entendiendo que quien produce es tan humano como el consumidor.
El fair trade y el consumo local nos acercan con el productor original de los bienes y nos ayudan a crear un círculo de consumo más consciente y solidario. Círculos así responden a la pregunta ¿cómo generar un consumo ético y de crecimiento comunitario desde un capitalismo egocentrista?
Por ahora, podemos empezar preguntándonos ¿cómo, en una ciudad grande, nos podemos acercar a lxs productores locales? ¿cómo podemos asegurarnos de que lo que estamos consumiendo es ético? Y, lo más importante, ¿cómo podemos asegurar este tipo de consumo a aquellxs marginalizadxs, para quienes lo más importante es el precio más bajo y cuyo imaginario no toma en cuenta este tipo de consumo, porque simplemente no hay tiempo para considerarlo?
Me emociona pensar que la consciencia colectiva está despertando, lo que ahora sigue es buscar maneras de que nos llegue a todxs.