Naciste un día de muertos. Allá en Tierra blanca, Veracruz. Decían que tu vida estaba para narrarla, que había sido muy dolorosa. Que daba para una novela. En un hogar sin madre ni padre. Que a tu abuela no le alcanzaba para comprarte un cepillo de dientes. Que tu papá te quería mucho pero que ella te prohibía verlo. Nuestras infancias fueron tan distintas. Contrastantes. Tu vida era ese otro México: hiriente, injusto, noble y solidario.
Tengo nostalgia, de las tardes en el Vips. De convivir como dos adultas, una de 60 y una de 10. De las veces que me quedaba en tu casa y te salías a trotar por las mañanas con el Walkman que te regalaron. De cuando te reías hasta el llanto y dejabas de respirar y tu risa se escuchaba por toda la casa. La vez que mi tía te pintó el cabello rojo pero quedó rosa y así fuiste a la boda de mi tío y te decían que eras un algodón de azúcar y tú sólo reías. Siempre agradecías con lágrimas los regalos.
Nostalgia de tu mano tomando la mía mientras caminábamos, aunque a veces me diera pena porque ya tenía doce años. De presenciar tu rutina: tu lipstick rojo del diario, tu polvo facial de arroz, tu peine sobre el cabello blanco. Tú, intentando defenderme cuando mis papás me regañaban. Tú, siendo mi cómplice cuando nos desvelábamos viendo los concursos de medianoche en la tele. Tú, cantándome la canción del cascabel.
Ay, cómo rezumba y suena
Rezumba y va rezumbando
Rezumba y va rezumbando
Mi cascabel en la arena
Recuerdo de ti la humildad, cuando cortabas los botes de crema para untarte hasta la última gota, para no desperdiciar. La solidaridad, cuando le invitabas unos tacos a una señora en la calle que estaba pidiendo dinero. Tu fortaleza, cuando regresaste a caminar después de que te atropellaron una pierna andando en bici. Tu voluntad para vivir cuando te invadió el cáncer: una vez, dos veces, tres veces. Tu capacidad de reírte, la tercera vez, cuando estabas en cama y tu cuerpo ya no te respondía. Y te dije que te comieras tu sopa crudivegana, que estaba muy rica. Y me dijiste, “Ay, sí, mijita, a ver, pruébala, a ver si muy rica”. La metástasis se lo había llevado todo, pero no tu sentido del humor.
Cuando anunciaste, “Ya no quiero vivir con este señor” y te fuiste a vivir lejos de mi abuelo, porque querías ser libre y merecías estar en paz atendiéndote a ti. Aprendí contigo sobre la trascendencia de la amistad, cuando vino tu amiga Olga desde Mérida, y te cuidó, literalmente, hasta el último respiro, albergando tu muerte en sus brazos.
Dicen que me heredaste la piel, que caminamos muy parecido, que si la voz. Yo creo que tu herencia más valiosa fue la capacidad de conmoverte. Tu expresión de afecto pese a mis deficientes habilidades sociales para corresponder. Tu amor que sanaba y que no replicaba las violencias sufridas.
Naciste un día de muertos. Y aunque hace siete años te fuiste allá con ellos, acá, acá sigues viva.
Imagen: El Universal