El primer recuerdo que tengo de mí resistiendo fue sin siquiera saber que era un acto de resistencia. Lo cuento como me acuerdo, aunque a veces no estoy segura si fue cierto, me lo contaron o lo estoy inventando.
Recuerdo un invierno durante mis primeros años de primaria, que la escuela en la que estaba sólo permitía llevar guantes de tres colores: rojos, blancos o negros. Un día, estoy casi segura que por sugerencia de mi papá, empecé a llevar un guante de un color y otro de otro. En una escuela estricta como la mía, fue una transgresión, pero no podían impedírmelo, técnicamente estaba cumpliendo el reglamento: un guante blanco y otro rojo. Aunque parezca una tontería, viéndolo en retrospectiva, fue un gran descubrimiento para mí poder resistir e “ir en contra del sistema” desde adentro.
Más que un hecho drástico que me haya cambiado la vida, mi necesidad de resistir se ha ido acumulando progresivamente a través de momentos de no encajar que no ha sido tan satisfactorios como el de la niña privilegiada de siete años que creía que estaba cambiando el mundo por llevar guantes diferentes.
Resistí la secundaria escuchando boleros y baladas, sin peinarme y declarándole mi amor a los vatos que me gustaban; y la prepa leyendo a Huxley, Orwell y Bradbury pretendiendo que entendía de socialismo. Pero al continuar por ese camino, poco a poco dejó de ser una broma de niñas o una rebeldía adolescente y una gran parte de mi vida se convirtió en resistencia.
Pasó gradualmente y se fue ampliando en temas e intensidad. Empezó por prácticas que ya tenía, como no tener carro y moverme caminando, y de forma casi inconsciente fue escalando hacia usar la bicicleta como medio de transporte, dedicar mi trabajo a mejorar las condiciones de movilidad de la ciudad, hasta convertirme en una “anarco-peatona” o “terrorista urbana” que considera que ningún puente anti-peatonal debería existir y que genuinamente prefiere usar el transporte público en vez de uber.
Y luego sucede que al hablar y promover ciudades más sostenibles, no tiene sentido seguir usando popotes, bolsas de plástico y desechables, y empecé a cargar todo el tiempo con un set completo de utensilios: un vaso de vidrio hermético (por si el elote, el café, la fruta o el agua fresca), un kit de cubiertos reutilizables (por si la comida o el antojo), un popote de metal (por visibilizar), una bolsa de tela (por si las compras de pasada).
Además, soy mujer, y al hablar de ciudades sostenibles y movilidad y encontrarme con otras mujeres en la resistencia, es imposible no notar que las ciudades (y el mundo) están diseñadas por y para hombres, ¿cómo no ser entonces feminista? Que yo juraba que ya lo era y de lo que he ido aprendiendo y desaprendiendo tanto. Encontrándome con cosas tan maravillosas como la sororidad y tan crueles como la cantidad de feminicidios; y evidenciando cada que puedo conductas machistas y violencia de género en todas sus manifestaciones.
El mundo ya es complicado y resistir implica un esfuerzo, es más fácil seguir la inercia porque todo refuerza que está bien aceptar el vaso de plástico con popote o pedir el uber y subir las tarifas de transporte o quedarse callada ante la violencia de género porque “solo es una broma”.
Pero desafortunadamente no se queda ahí. Aunque las acciones de resistencia busquen mejorar la calidad de vida, o no joder más el medio ambiente, o garantizar cosas tan básicas como la equidad, pareciera no ser suficiente para evitar la violencia.
La violencia más directa la he vivido en la calle, al defender o reclamar espacios que son para las personas y no para los autos: gritos ofensivos por ocupar un carril completo al ir en bici, un par de hombres que se han bajado de sus autos para amenazarme por creer que dañé sus autos al ir cruzando la calle caminando (¿?), empujones por señalar que las esquinas no son estacionamiento.
En cuanto a género, no me he salvado del acoso callejero desde que tengo memoria, aunque no ha sido más que gritos y chiflidos; pero ha sido en el ambiente laboral, con hombres profesionistas, en donde he vivido mayor resistencia al feminismo y los comentarios más sexistas.
La sostenibilidad, si bien es un tema mejor posicionado y que quizá tiene más personas impulsándolo, en el día a día pareciera que está mal rechazar el unicel o cargar con tu vaso a todos lados. Hay prácticas dañinas tan arraigadas que desalienta el futuro.
Y por supuesto no han faltado comentarios que integran la combinación de dos o más luchas como qué voy a hacer sin carro cuando tenga hijes… asumiendo que por ser mujer la maternidad es obligada e invisibilizando a la mayoría de la población de este país que no se mueve en auto, con o sin niñes.
Vivir en resistencia es una carga, pero no creo que me sea posible vivir de otra manera y seguiré luchando por compartir y contagiar. Coincidir con personas más apasionadas, más luchadoras, con mayor tiempo resistiendo me ha ayudado a no sentir que voy sola contra el mundo y a creer que lo que hacemos vale la pena. Aunque la niña de los guantes no estaba combatiendo el patriarcado o exigiendo presupuesto para infraestructura ciclista, estaba en resistencia y continuó así gracias al apoyo de quienes la rodeaban. Necesitamos ser más, apoyarnos más y encontrar nuestras coincidencias en esta lucha.