Siempre han estado aquí

Por Iris Mora

Durante estos días he leído toda clase de comentarios acerca de la película “Ya no estoy aquí”, pero el que más me hace eco, es el que evidencia el clasismo con el que se señala que “así no es Monterrey” y la falta de reflexión de un episodio social que la película trae de nuevo a colación y que nos cambió la vida a todas las personas en Nuevo León.

Cada escena me hizo revivir recuerdos de doce años atrás, cuando trabajaba como Promotora Social en zonas vulnerables del estado. Una de las principales actividades eran los talleres para chavos en situación de pandilla: jóvenes con patillas y copetes con un estilo muy peculiar, pañuelos en su frente, con los Dickies tumbados, playeras de tirantes, camisas de cuadros y escapularios en sus cuellos. Montones de jóvenes con un código de comunicación propio y cuya colectividad era nombrada de acuerdo con la personalidad de su agrupación — Los chiflados, Los solitos, Los tristes, Los dragones, entre otros — y que tenían que lidiar a diario y de forma personal con conflictos de territorialidad por la falta de espacios de formación y recreación en sus colonias.

Durante el año 2010 el gobierno dio la noticia del lanzamiento de una ley antipandillas, lo que provocó la criminalización anticipada de los jóvenes que se agrupaban junto a otros para socializar, logrando que la misma sociedad terminara por marginarlos. Llegando el 2011 recrudeció la violencia en Nuevo León por la guerra de plazas y lamentablemente los más afectados fueron esos mismos chavos de todos los municipios quienes eran reclutados por el crimen organizado. Eran la presa perfecta puesto que se les ofrecía lo que nunca se había tenido y donde hasta este momento las políticas públicas habían y han fallado: atención, identidad, pertenencia, inclusión.

Todos los señalamientos de que los jóvenes “cholos” o “colombianos” no forman parte de nuestra cultura, que son quienes roban o asaltan, que son “nacos”, seguramente provienen de las mismas personas que entonces cerraron los ojos y no quisieron ver que vivimos de forma comunitaria, que lo que les afecta a unos nos afecta a todos, y que estamos envueltos en una diversidad donde ni la ropa, ni la imagen determinan tu calidad de persona.

Quizá, entonces, el simple hecho de no reflexionar sobre los sucesos, nos hizo dejar a nuestros jóvenes en merced de quienes les ofrecieron un poco para arrebatarles todo.

Jóvenes a quienes veía llegar al Comunitario con un “buenos días”, que paraban sus rencillas entre piedras porque iba a pasar la maestra, que me ayudaban a subir el cerro embarazada o me acompañaban cargando a mi primer hijo y la pañalera hasta el camión, que estaban dispuestos a convivir entre rivales, a acudir a talleres de sexualidad y masculinidad ante la oportunidad de transformar algo.

Jóvenes que eran mucho más que su ropa, con quienes conocí los códigos de lealtad más fuertes ante sus pares, el orgullo de una identidad muy arraigada, el que una cara dura muchas veces puede ocultar el alma más inocente.
Talentosos en la música, los deportes o la pintura mural, jóvenes a quienes sólo les hace falta una oportunidad.

Voltear a verlos es redimir a aquellos que ya no están con nosotros y cuyas realidades e historias de vida ignoramos, y que tristemente sin derecho se siguen juzgando.

Y no sólo a ellos, los que nos recuerda la película, sino a todos aquellos que perdimos en nuestros círculos de amigos, en nuestras colonias y en nuestras familias.

Sobre la autora: Artista visual de carrera, profesional del campo social desde hace 16 años. Madre de 3 varones, amo el trabajo en comunidad, me acompaña la música durante el camino y la escritura al recoger mi día.

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