Con las manos en la masa

La última vez que escribí aquí estaba en un proceso de transición a punto de irme a vivir a Vancouver para empezar la maestría. Dos años después, cuando vi que iban a reactivar el proyecto, me emocioné porque estoy otra vez en un proceso de transición, esperando para empezar el doctorado. 

Casi siempre siento que mi vida se trata solo de esperar, no wonder que una de mis películas favoritas es “Enredados” (2010), pero nunca me había sentido tan encerrada en mi torre. Me regresé de Vancouver, donde estudiaba la maestría y voy a estudiar el doctorado, para hacer la cuarentena en Monterrey y evitar estar en aislamiento prolongado lejos de mi familia. Después de dos meses en aislamiento, consideré regresar a Vancouver porque realmente vivo ahí, y sentía que regresar semi-permanentemente a Monterrey me regresaba a la persona que era hace dos años. Sin embargo, debido a las políticas de migración canadienses frente a la contingencia y que terminé antes de lo esperado la maestría, haber regresado impulsivamente me tiene en un limbo tanto fronterizo como existencial. Sorprendentemente, lo que más extraño de Vancouver es vivir en un clima que no es un estado permanente de calor infernal y, relacionado a esto, la libertad de usar mi horno cuando yo quiera. 

Mi horno es la herramienta clave para hacer mi actividad favorita y lo más cercano que tengo a practicar mindfulness. Con el paso del tiempo he descubierto que la solución a muchas de mis crisis es encontrar ingredientes en la alacena y ponerme a hornear algo. Esta manía por hornear para combatir el estrés se la copié a Izzie Stevens, que definitivamente está en el top 10 de personas que me caen mal en Grey’s Anatomy, aunque ha dejado un long lasting impression en mi persona. Izzie trata de sobrellevar la tristeza sobre Denny (sin spoilers: un paciente del hospital del que Izzie se enamora y muere súbitamente en uno de los mejores capítulos de Grey’s de la historia) haciendo mil muffins de chocolate. Izzie me hizo descubrir mi amor por hornear a los 13 años, empezando con pasteles de cajita y cosas súper básicas. 

A pesar de tener mucho amor por hornear y querer aprender más, desde la prepa y luego en carrera tuve muy poco tiempo para hacerlo, viviendo en un estado permanente de correr por la ciudad y regresar a mi casa a hacer tarea y dormir.  Nunca había tenido tanta libertad para hornear hasta que me mudé a Vancouver para hacer la maestría, y descubrí que a pesar de todas mis ilusiones de encontrarme a mi misma y a otras personas que se parecieran más a mí de lo que Monterrey podía ofrecerme, en realidad grad school es probablemente uno de los períodos más solitarios de la vida de cualquier persona que intenta volverse académica (particularmente en un país como Canadá). El primer año realmente no se me ocurrió hornear porque estaba aprendiendo a navegar mis clases, empezar mi tesis, trabajar y estar sola en una ciudad en la que al parecer es common knowledge que es difícil hacer nuevas amigas. Sin embargo, al final de mi primer año y después de una carga de trabajo irracional y de regreso de una conferencia en Quito, decidí hacer caso a las recomendaciones de Youtube y ver Gourmet Makes. Si alguien me sigue en Twitter o en Instagram probablemente ha podido ver mi amor por Claire Saffitz, obviamente soy fan de su virgo-ness, pero la quiero mucho porque me recordó las razones por las que hornear es una de mis actividades favoritas. Al principio decidí utilizar mi nueva obsesión con Bon Appétit para aprender a cocinar mejor y a que fuera una actividad divertida, y pasé de cooking for survival a cooking for joy

Sin embargo, una vez que empezó a llover diario en Vancouver en octubre, recordé que hornear es una de las mejores actividades para hacer cuando tienes tiempo y no puedes salir de tu casa, y lo primero que hice aprovechando que tenía masa para biscuits del super fue un monkey bread con salsa de caramelo. En noviembre, más convencida de mis habilidades y probablemente con mucho homesickness, intenté hacer pan de muerto, lo cual en retrospectiva fue una terrible decisión porque fue mucho más difícil de lo que pensé. Me pasé media mañana intentando ver si mi levadura (que nunca había usado) estaba viva y amasando hasta que más o menos pude quitar la masa pegajosa de mi cocina. Le marqué a mi mamá llorando porque no se inflaba mi masa y me recomendó prender el horno y dejarla en la estufa afuera un ratito para que se saliera la humedad extra. Aunque no me quedó esponjoso el pan, el depa olía a naranja y canela y logró calmar un poco el homesickness que sentía. Noviembre realmente fue el mes que más hornee, probablemente porque las clases empezaron a calmarse y ahora tenía que estar sola con mis pensamientos para poder analizar las entrevistas de mi tesis y entregar mi proyecto final de la clase de Global Internet Policy. Decidí usar mi valioso chocolate que traje de Quito para hacer BA’s Best Chocolate Chip Cookies una semana después de mi intento de hacer pan de muerto y dos semanas después ya más convencida de mis habilidades hice Pecan Thumbprints que quedaron tan ricas que decidí llevarlas al departamento de Geografía para ofrecerlas a cualquier persona que encontrará en los pasillos aunque me diera pena. 

En diciembre, para celebrar el semestre varias personas de primer año organizaron un holiday cookie exchange y fue el momento en que me sentí más conectada con el departamento después de un año y medio estudiando ahí. Intenté hacer hojarascas y aunque no me salieron perfectas, mis compañeras quedaron fascinadas del fun fact que se supone que las hojarascas deben saber a lo que sabe pisar una hoja en otoño. A mediados de diciembre regresé a Monterrey para Navidad, y sin el calor como barrera, hornee otra vez las Pecan Thumbprints y los postres que llevamos a casa de mi madrina en Navidad, por fin pudiendo cumplir con mis tías que me comentaban en mis stories que les compartiera lo que horneaba en Vancouver. 

El semestre que acaba de terminar fue sin duda el más pesado porque terminé mis clases obligatorias de la maestría, y por ser una trotona como diría mi mamá, iba un semestre adelantada con la tesis, por lo que pasaba mucho más tiempo sola. Muchas personas probablemente han dicho esto, pero hacer una tesis es un trabajo extremadamente solitario, por lo que cada vez que me sentía extremadamente frustrada me iba a correr hacia el mar y si eso no funcionaba, sacaba mis herramientas para hornear. He encontrado que hornear es un complemento muy bueno para el trabajo académico, porque se usan diferentes partes del cerebro, y tal vez aún más importante, hornear te da una gratificación instantánea después de un poco de esfuerzo y 30-40 minutos (Amanda Mull tiene un artículo hermoso de The Atlantic sobre el resurgimiento de la popularidad de hornear). Hornear tiene la ventaja de no ser un proceso de dos años que termina en una tesis que tal vez nadie que no sea parte de tu comité de supervisores va a leer. También es un trabajo mecánico, donde es fácil seguir instrucciones y hacer conexiones lógicas entre los pasos que te llevan a un resultado específico, algo que definitivamente no es común cuando haces una tesis en ciencias sociales. 

Además de los beneficios que tiene para mi forma de procesar el mundo, hornear también me sirvió como una estrategia para enfrentar el aislamiento que implica el trabajo académico. En enero decidí inscribirme de oyente en una clase de Espacio Público en otra universidad en Vancouver, y como me daba mucha pena interactuar con personas que nunca había visto en mi vida, decidí llevar lo que estaba horneando (cómo este double crumb coffee cake o brownies con sprinkles) cuando la tesis lograba romper mi espíritu. En retrospectiva, lo que más me motivó a hornear fue la posibilidad de usar la comida como un regalo para decir: tal vez no sea muy buena hablando sin que me de pena pero hice esto y quiero compartirlo contigo. También resultó ser muy útil para agradecer a los profesores que me hicieron cartas de recomendación para mi aplicación al doctorado, a los que les dí Pistachio Chocolate Sablés que se veían muy classy. 

Anticipando un verano solitario, fui a comprar más harina, levadura, un rodillo, papel encerado y cucharas medidoras, y había estado ahorrando todo el año para comprarme la Kitchen Aid celeste que llevaba años en mi wishlist.  Pero como todas las demás personas, mi verano no va a ser el que imaginé y dejé todas mis cosas en Vancouver para regresar a Monterrey de un día para otro. El 16 de marzo a las 11:30 am estaba celebrando entregar el segundo draft de mi tesis haciendo Sour Cream & Onion Biscuits y dejando algunos en el congelador para hornearlos después, aunque ese después nunca llegó porque el 18 de marzo a las 8:30 de la mañana estaba volando de regreso a Monterrey, anticipando el cierre de fronteras y cancelaciones de vuelos. 

Parte de regresar a vivir a mi casa después de vivir sola es poder negociar con mis papás y hacerlos entender que estos son mis coping mechanisms, y que tal vez cuando baje de 28 grados lo más probable es que me encuentren en la cocina horneando algo. Se quejan un poco del calor y que va a salir más caro el gas, pero hasta ahora han sido muy receptivos con mis experimentos anti-estrés: pop tarts, galletas de chispas de chocolate, orejas de elefante, girl scout cookies y particularmente de la vez que hice focaccia. Ya me estoy haciendo la idea de que voy a estar en Monterrey hasta enero, y aunque es difícil de procesar, y me da coraje que mi vida esté en pausa, al menos estoy agradecida de que puedo seguir horneando (cuando el calor lo permite) y sobre todo porque tengo personas con quien compartir lo que hago. 

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