Out of the beautybox: la travesía de ser saludable

Por Ana Pau Macías

Tenía 10 años la primera vez que me lo dijeron, estaba en clase de deportes en la escuela y sin querer le pegué a una compañera con una pelota. Se puso a llorar casi de inmediato y las demás niñas corrieron a ella. Ahí fue la primera vez, de muchas, que iba a escuchar la expresión “déjala, es una pinche gorda”. Claramente no sería la última.

A los 12 recuerdo haber ido por primera vez a KitaKilos, me pesaron y le dijeron a mi mamá que tenía sobrepeso para mi edad, pero no se molestaron en decirle que también era muy alta comparada con la media de niñas de 12 años. Después de eso nos quedamos a una plática de “salud” ahí mismo, cómo comer mejor (según ellos) si tan solo comprabamos toda su comida insípida. 

Aquí empezó una carga que, en su momento, no pensé iba a llevar conmigo el resto de mi vida. Mi mamá siempre llegaba con una nutriologa, dieta, libro o método nuevo para bajar de peso que alguna amiga o compañera de trabajo le recomendó.

Entre los 12 y 15, tuve experiencias que me marcaron bastante. Descubrí mi deporte favorito, spinning, bajo la sugerencia de que me haría bajar 30 kilos. Según mi mamá a un señor de su oficina “le funcionó”; a mí no, pero igual me gustó. Además de que fui por primera vez con un especialista, un bariatra “¡muy bueno, en San Pedro!”. Es fecha que no tengo idea de qué fuimos a hacer ahí; me dio una variedad absurda de suplementos alimenticios y pláticas motivacionales. Obviamente no bajé de peso. 

A los 17 años cambiaron las cosas, llevaba 6 años menstruando pero mis ciclos nunca se regularizaron. Mi mamá me llevó con un ginecólogo por primera vez, primero me revisó por si tenía algún quiste. Nada. Me mandó hacer una variedad de exámenes de sangre y regresamos a los pocos días. “Creo que tiene una leve resistencia a la insulina, necesita ir con un endocrinólogo.” 

En 10 años pasé por 5 endocrinólogos y 4 nutriólogas. Me llamaron mentirosa y glotona, me hicieron sentir como una tonta, como una huevona y culpable por no “intentar lo suficiente”. La culpa siempre era mía, no de sus medicamentos o sus dietas, yo soy la que nunca hizo suficiente. 

Tres meses después de graduarme de carrera me diagnosticaron hipotiroidismo, llevaba con esto alrededor de 2 años. No les hago el cuento más largo, causa depresión y aumento de peso. 

Con este nuevo diagnóstico fui con un endocrinólogo diferente, quien básicamente me recomendó hacer la dieta Keto pero más restrictiva. “No necesitas nutrióloga, las nutriólogas siempre te quieren dar comida de más. Nada más no consumas azúcares.” 

Llevaba dos meses con esta dieta cuando me corté accidentalmente con un vidrio el dedo. Me empecé a reír por tonta hasta que empecé a sentir que ya no podía estar parada.

“Ana Pau, ¿estás bien?” me senté en un banquito en el cuarto de mi mamá, le enseñé mi dedo índice sangrando y se me empezó a nublar la vista casi de inmediato. 
“No entiendo, ¿qué tiene tu cortada?”
“¿Creo que me voy a desmayar?” 
“¡Paco, traele una coca a tu hermana!” 
“¡No, no puedo consumir azúcares!” 

Unas semanas después de esto fui con una nueva doctora especializada en nutrición, recomendada por otra compañera de trabajo de mi mamá. “Estás desnutrida, solo has bajado dos kilos con la dieta de tu doctor. Yo lo conozco, él no sabe de nutrición, yo sí. La próxima vez que vayas dile que yo soy la única que te dirá qué puedes comer”.  En la tercera sesión fue cuando me dijo que claramente me quería morir porque la gente que quiere vivir ya hubiera bajado de peso.

Fue después de esto que decidí tomar las riendas de mi propia salud, no más doctores ni nutriólogas recomendadas por personas que trabajan con mi mamá. Le pedí recomendaciones a una amiga que yo sabía le había ido muy bien en el último año y me aventé.

Empecé con mi nutriologa actual en enero del 2019, estuve haciendo sus dietas por casi 6 meses sin tener mucho éxito, bajando, en total, únicamente 4 kilos. Para mí era completamente normal, me acostumbré a resultados mínimos con mucho esfuerzo. Mientras que mis niveles de insulina no empeoraran pensaba que valía la pena. (Ojo aquí: no quiere decir que estaban bien).

“Me gustaría que fueras evaluada de nuevo por un endocrinólogo, te puedo recomendar el de mi mamá, es muy bueno”, me dijo mi nutrióloga. Ya había escuchado muchas veces esto pero decidí darle una oportunidad. Para este punto todos los endocrinólogos con los que había ido me habían recetado exactamente el mismo medicamento, solo en diferentes dosis. 

Llegué la oficina de mi endocrinólogo actual en junio del 2019 con una carpeta de los últimos diez años de mi vida en estudios de laboratorio, acomodados cronológicamente. Estaba decidida a darle toda la información necesaria para obtener el mejor diagnóstico posible. 

Ya en el consultorio, le entregué mi gran carpeta casi al segundo de sentarme. Realmente solo vio a detalle los últimos y los primeros, ojeó los demás y paró en unos de cuando tenía 21 años. Uno de mis endocrinólogos pasados había sido su maestro. “¿Qué te recetó él?”, me preguntó.“Metformina, igual que todos.”, les respondí.  

Después de esto me hizo una revisión general y me pesó en una máquina bastante fresona. Su conclusión no me la esperaba: “Definitivamente sabes a lo que te estás enfrentando después de todo este tiempo, pero necesito que entiendas que no es tu culpa. Tú has hecho todo lo posible y es claro que los medicamentos no han estado funcionando.” No lloré frente a él solo porque realmente era la primera consulta y era un completo desconocido para mí. 

Me recetó el mismo medicamento que todos los anteriores y un tratamiento extra del cual nunca había escuchado. Además me aclaró que él no me daría ninguna dieta, que confiaría plenamente en las decisiones de mi nutrióloga. “Vamos a intentarlo, si no vemos los resultados que queremos en 3 meses, intentaremos otra cosa. Tenlo por seguro.” Estaba en shock, ninguno de los doctores anteriores había mostrado interés en darme seguimiento. 

Terminó la sesión ‘recetando’ algo extra: “Diez años cargando con esto no es fácil, me gustaría si además de esto fueras a terapia. Creo que tu tratamiento podría ser más exitoso si te das la oportunidad de trabajarlo de manera emocional también.” De nuevo, no lloré frente a él pero tengan por seguro que sí lloré en el baño del hospital. 

El cambio interno que he vivido en el último año ha sido verdaderamente una montaña rusa. El dejar ir los pensamientos de autodesprecio que nacieron en mí desde el primer “pinche gorda” ha sido de lo más difícil pero también esencial de mi crecimiento interno. Tuve el reto enorme de aprender a cambiar mi voz interior de “no te emociones, de seguro la vas a cagar y rebotar todo este peso” a “quiérete, cuídate y todo estará bien”. 

La sociedad crea un odio inherente hacia las personas con sobrepeso y obesidad. ¿Cómo se supone que la gente se dedique a su salud si hasta los profesionales médicos los rechazan? 

Hace unos veranos estaba con mi familia extendida en una quinta, nadaba en la alberca con mi hermano y lo que asumo son mis primas segundas. Una de ellas, alrededor de 11 años se me acercó y me preguntó: “¿Alguna vez te has pesado?”. Le contesté extrañada que sí, a lo que la niña me respondió: “Pues no creo, con lo gorda que estás de seguro se rompió la pesa.” Antes de que la niña se pudiera reír más, mi hermano empezó a aventarle agua, ella empezó a toser y se fue enfurecida. 

Lo cuento para dejar en claro que este comportamiento es aprendido. La población general en verdad cree que tiene todo el derecho de comentar sobre los cuerpos y la salud de la gente con sobrepeso y obesidad; de minimizar, burlarse de y juzgar a los demás sin conocer lo más mínimo de su situación o cuánto esfuerzo han hecho por años.

En junio cumplí año y medio bajo los planes alimenticios de mi nutrióloga y un año de tratamiento, consultando una vez al mes a mi endocrinólogo. En este tiempo he bajado 20 kilos, bueno 19 según la semana pasada que me pesaron. De acuerdo a los resultados de mis exámenes de sangre y mi doctor, estoy en el punto más sano de toda mi vida. 

Encontrar a profesionales médicos que no estén sesgados por los estándares de la sociedad es importante. Profesionales que estén verdaderamente dedicados a sus pacientes, su salud y mejora, no a minimizarlos por la idea retorcida de que esto los inspirará a ser más saludables.  

Me ha sido muy difícil querer mi cuerpo en los últimos 16 años, no solo por cómo se ve pero porque verdaderamente creía que mi cuerpo estaba mal hecho. Que al nacer había nacido “mal”, porque un cuerpo que nace “bien” no tendría por qué depender de la medicina moderna. 

Los beneficios de ir a terapia residen en entender que todos los cuerpos nacen bien, que por algo existe la medicina moderna y que hay muchísimas razones por las cuales querer mi cuerpo. Quiero mi cuerpo porque me lleva a todos los lugares que yo quiero: me deja bailar, correr, nadar, hacer spinning; me deja comer tostitos con elote, me deja dormir de ladito, me deja jugar a los sims en la misma posición por horas frente a mi escritorio y además es un lienzo muy lindo que puedo tatuar. Hoy en día estoy eternamente agradecida con mis doctores y conmigo misma por estar sana, feliz y completa en mi cuerpo.

Sobre la autora: Me manejo un trip ultra Tex-Mex, me encanta analizar la vida antropológicamente, y me gusta jugarle a ser tech savvy. Mis prioridades en la vida residen en mi salud mental y emocional, jugar a los sims, e ir a conciertos. Vivo para los memes de calidad y la cultura pop. Creadora de contenido, feminista, lectora y leve otaku.

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