Por Michelle Silva
Bajé catorce kilos en seis meses.
Gran parte de estos catorce kilos los bajé en plena pandemia, lejos de la mirada de mis amigxs, conocidxs y de mi novio. Las únicas personas que vieron esta transformación conforme iba pasando fueron lxs miembrxs de mi familia inmediata, y como fue pasando día con día ni ellxs ni yo nos dimos cuenta de lo mucho que había cambiado.
Entré en cuarentena a mediados de marzo y la rompí para ir a casa de mi novio por su cumpleaños, a principios de junio. Lo primero que me dijo cuando me vio fue “Te ves súper sana, estás radiante.” Yo estaba feliz, sí me sentía sana y radiante, era justo lo que sentí que había logrado transformar en mí en la cuarentena, lo sentía como un cambio interno más que un cambio físico.
Al día siguiente, vi a algunas amigas (al aire libre y bien desinfectadas) después del encierro, y sus comentarios fueron un poco diferentes.
“Michi, wow, eres tú otra vez.”
“Wey, te ves flaquísima, estás preciosa.”
“Siento que estoy viendo a tu yo del pasado.”
Todos estos comentarios fueron hechos con las mejores intenciones, como un cumplido, porque ellas conocían todo el trabajo que me tomó llegar ahí, y hasta yo misma lo repetí “¡Sí, me siento yo otra vez!” Pero fue justo este comentario el que se quedó en mi cabeza por varios días.
Ahora un poco de contexto sobre mí: no siempre fui gorda. Desde la pubertad hasta mis 20 años fui una persona en forma y mucha gente me lo decía. A los 21, empecé a subir de peso rápidamente y nada de lo que hiciera parecía pararlo. Subía y subía y subía, y por más dieta (que jamás en la vida había hecho) o ejercicio (que siempre me había gustado hacer) lograba parar la subida.
Subí 24 kilos en total. Pasé de ser entre talla 0-2 a ser talla 14-16 en menos de un año. Mi grasa corporal me calificaba como una persona con obesidad mórbida. Y lo que más me repetían: mi salud estaba en riesgo.
Después de varios meses de estar sin diagnóstico oficial de lo que me estaba pasando me dijeron qué tenía: resistencia a la insulina que causó un desbalance hormonal y síndrome metabólico. No me quiero meter mucho en qué significan esos padecimientos porque para mí solo significaban una cosa: estaba enferma y eso me había hecho gorda.
En un periodo de seis meses ya no me quedaba mi ropa. Me sentía fuera de mí, sentía una disociación inmensa entre cómo me veía y la imagen que tenía introyectada de mí misma. Una de las principales características con las que me describía a mí misma era “soy (no estoy) enferma”. Ya era algo de mi ser, no era un estado temporal. Pasaba por un espejo y no me reconocía, como cuando cambias tu corte de pelo y te sigues sorprendiendo al ver tu reflejo porque no te acostumbras. Este sentimiento me duró cuatro años.
Empecé a hacer algo que siempre fui condicionada a pensar pero que nunca había hecho: odiar mi cuerpo. Como mujeres, desde chiquitas se nos enseña que nuestro estado natural no está bien. Para eso existe el maquillaje, los tratamientos de pelo, los esmaltes, la gran variedad de ropa. No sé si han fijado pero para los hombres existen como tres prendas (o al menos en lo considerado normal) y para las mujeres hay infinitas (aunque yo soy team la ropa no tiene género). No estoy diciendo que esté mal usar maquillaje o expresarte a través de la moda, pero creo que es una línea muy delgada entre hacerlo porque realmente te gusta y es parte de tu expresión personal, y entre pensar que lo necesitas porque si no, no encajas en el estándar de belleza tradicional.
Estos estándares solo los cumple un porcentaje muy pequeño de la población y los medios nos hacen creer que es la mayoría, y eso crea niñas llenas de inseguridades porque no se ven representadas en espacios populares. Hay una cultura de obsesión con la apariencia, el peso y la dieta orientado a lo estético y no hacia la salud.
Lo que a mí me hizo odiar mi cuerpo fue el reconocerme como gorda. Es una palabra tan cargada de negatividad, tan asociada con fealdad, que odié el saber que ahora aplicaba para mí. Estuve en negación por mucho tiempo, evitando comprar ropa nueva aunque me quedaba el 2% de mi clóset, porque todo esto es temporal, esta no soy yo, volveré a ser yo de nuevo.
Fue justo por esto que la frase “era yo otra vez” me causó tanta incomodidad, porque me di cuenta que subconscientemente me había puesto en pausa por cuatro años, diciendo que no era yo. Pero en estos cuatro años logré muchas cosas, tanto personales como profesionales, y si no fui yo quién las logró, ¿entonces quién fue? ¿La verdadera yo desapareció por cuatro años y volvió hasta que comencé a bajar de peso?
A partir de esto entendí y logré internalizar lo que había estado viendo por un año y medio con mi psicóloga: no soy solo mi cuerpo. Mi salud no puede ser solo física, tiene que ser también mental y emocional. Decirle a alguien que está flaca no es un cumplido y decirle a alguien que está gorda no es un insulto.
No fue hasta que empecé a ir a terapia (tqm, terapia) que me pude aceptar en mi nuevo peso y dejé de obsesionarme tanto por bajarlo. Dejé de pensar en mí misma como una persona enferma y débil. Durante esos cuatro años hacía ejercicio con el único objetivo de volver a verme “bien,” y lo ODIABA. Antes de eso siempre me había gustado estar activa, porque me daba energía, me cansaba pero me sentía feliz (gracias, endorfinas). Cuando acepté que estaba gorda, le quité el estigma a la palabra, me sentí liberada, volví a hacer ejercicio que me gustaba y empecé a emocionarme por hacerlo cada mañana. Mi objetivo ya no era enflacar ni verme “bien,” sino cargarme de energía (aunque suene paradójico), liberar mi estrés, sentirme fuerte, sentirme sana, dedicarme una hora para mi bienestar.
Además de esto me volví vegetariana después de varios intentos fallidos en enero —con indicaciones de una nutrióloga sobre cómo hacer la transición — y el estar tan consciente de lo que consumo y de cómo alimento a mi cuerpo me ayudó mucho a evitar atracones, que es parte de lo que me había hecho subir tanto de peso en primer lugar.
Pero lo que más creo que me cambió fue la terapia y la meditación. Puse en orden mi salud mental y emocional, y eso fue lo que ayudó a mi salud física.
Y así fue como bajé de peso. Aún no bajo todos los kilos que subí, pero ya no me importa. Me siento en paz, me siento fuerte, me siento tranquila. Quiero mucho a mi cuerpo, pero también sé que soy mucho más que solo eso.
Cuando me muera, la gente que hable en mi funeral no me va a recordar por mi cintura pequeña, ni por mis pompis paradas, ni por ser flaca (aunque no tengo ninguna de esas cosas, por cierto). ¿Se imaginan? “Que descanse en paz Michelle, tenía un cuerpazo.” ¡Claro que no! O al menos, espero que no. Ojalá la gente me recuerde por mi esencia, por lo que hay más allá de lo que se puede ver, por cómo los hice sentir.
Se me hace muy importante combatir la gordofobia y aceptar que no todxs cabemos en un estándar de belleza, pero se me hace igual de importante hacer que las mujeres nos fijemos menos en la belleza física y más en desarrollar nuestras habilidades y cualidades. Sé que esto ha estado cambiando mucho en los últimos años, pero son cosas que están arraigadas en la sociedad desde hace muchísimo tiempo y no cambiará de la noche a la mañana. Está en nosotras cambiar eso, que nuestra aspiración principal no sea ser bonita o tener el mejor cuerpo, sino que seamos seres humanos completos, con salud en todas las áreas.
Al final del día, todo este camino culminó para mí en darnos cuenta del gran peso que le ponemos a la apariencia, al estar fit, a cuidar nuestro cuerpo más que nuestra mente. Ser considerada bonita es algo que sucedió al azar, por tu genética, por los estándares de belleza que estén de moda, pero ser empática, buena, trabajadora, informada, jefa, son cosas que se pueden trabajar y que a la larga durarán más que un cuerpo. Decirle a tu amiga que está bonita o que admiras su cuerpo no es malo, pero tal vez deberíamos de balancearlo con cumplidos que vayan más allá del físico y que tengan que ver con por qué esas mujeres son tus amigas en primer lugar.
Sobre la autora: Amante del mar, los perritos, los rompecabezas y los postres. Sueño con dirigir historias sobre mujeres.
Gracias por compartir tu experiencia.
Enhorabuena por el trabajo interno, que al fin resuena en lo externo.
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